No hace mucho, durante una visita a un instituto, argumentaba yo que la clave para crear personajes consistía en dotarlos de alma y saber interpretarlos. Lo confieso: tengo predilección especial por los villanos, y creo que esto se debe a que me cuesta menos comprender las muchas debilidades del ser humano que ensalzar sus escasas bondades.
Hoy, que me he levantado muy bizarro, quiero afrontar el reto de crear el personaje de ficción más vil, mezquino, desalmado y malnacido que haya pasado jamás por mi cabeza. Un personaje que haga de Augusto Ledesma, Benjamin Harding o Bruno Köller las hermanitas de la caridad. Ahí es nada. Empecemos por su histórico vital. Se me antoja que sea paisano, sí, de Valladolid pero de provincia. De Torrelobatón, por ejemplo. De familia humilde, sin destacar en nada en particular, mediocre en general. De los que nacen, crecen y se reproducen como cualquiera. ¿Su nombre? No, todavía es pronto y mi intuición me dice que a este villano miserable le viste mejor un buen apodo. Sigamos. Sin estudios, dinero ni propiedades, apenas le llega para abrir un bar: uno cutre de barra de aluminio, café torrefacto, botellín de cerveza templado y whisky sin dosificador. No le gusta nada. Demasiado jaleo. No le gustan las prisas. Por eso, siempre que le piden algo, él responde de mala gana: «un minuto». Siempre es siempre, así que en el pueblo todos le acaban llamando «El Minuto».
Anotación mental: Me gusta mucho este mote porque arrastra connotaciones relacionadas con la brevedad y lo efímero, lo insignificante, y además rima con «astuto», «escorbuto», o «esputo» —es puto—. Esas cosas infectan la cabeza del lector. Decidido.
Avancemos. Al Minuto no le queda más remedio que fiar a sus vecinos. Uno de ellos le debe pasta. Bastante pasta. No tiene con qué saldar la deuda, conque termina pagándole en ataúdes. El Minuto no se queja porque sabe muy bien que es mejor ataúd en mano que pesetas volando. Claro que sí. El Minuto puede ser un esputo pero de tonto no tiene un pelo y termina sacando partido de esas cajas de madera para difuntos. Eso le da una idea: «¿Y si hablo con un carpintero y me hago con más? La gente suele morirse antes o después», razona. Dicho y hecho. El negocio le va bien, pero pronto el pueblo se le queda pequeño. Necesita más mercado, más muertos. Y, que él sepa, donde más y mejor se mueren es en Valladolid. Seis o siete al día. Jauja. No tarda en trasladarse allí con la familia y fundar la empresa. Busca un nombre con punch, quiere ganarse a los difuntos de la capital y se le ocurre uno fabuloso. Muy castellano. Publicidad subliminal. El Minuto puede ser peor que el escorbuto pero también tiene visión de marketing funerario. Es astuto.
El business le va muerto en popa, pero necesita más. Mucho más. Le gusta vivir bien y eso es caro. Intuye que tiene que existir una forma de hacer más rentable la empresa. El Minuto no tarda en dar con ello: reutilizar el material. Vender lo mismos ataúdes varias veces. Pero, ojo, solo los más caros, que la codicia no es buena consejera. Aunque, qué cojones, ya puestos, también puede dar el cambiazo con las coronas. No entiende cómo demonios no se le ha ocurrido antes. Por experiencia sabe que los familiares no regatean demasiado cuando están embargadas por el dolor. Es tan sencillo como convertir esa debilidad en su fortaleza. El único problema es que esos padres, hijos, tíos o abuelos se empeñan en estar presentes durante la incineración. ¡Y qué manía esa de llevarse de inmediato las cenizas de su ser querido! El Minuto tiene que estrujarse el cerebro para encontrar la fórmula. Va a necesitar la colaboración de sus empleados. No de todos, no vayamos a joderla, solo de los que gocen de su confianza. A esos se les paga un poco más y listo. Merece la pena. En realidad es sencillo: que los afectados vean cómo el féretro entra en la cámara incineradora, cerramos y hacemos como si el fuego purificador está cumpliendo con su cometido. In nomine patris et filii y a esas cosas. Les damos su urna repleta de cenizas —las que sean—, y, cuando se marchen a llorar sacamos al finado, volvemos a poner el ataúd en la sala de exposición, lo acomodamos en uno más barato o, mejor aún, en ninguno —que, total, ni se va a dar cuenta—, lo incineramos y tal día hizo un año. «Niño: guárdame esas cenizas para el siguiente y toma, invita a algo a tu chavala».
Anotación mental: puede que me esté pasando de gore. Revisar.
El Minuto puede ser muy puto pero quiere ser el más puto. Un auténtico prostituto del dolor ajeno. Especializarse: ese es el camino. El problema es que ahora no sabe qué demonios hacer con esos billetes que no cuadran en contabilidad. Los asesores le dicen que debe invertir en otros negocios, y que el inmobiliario es el edén. Un despiporre. Y venga locales y casas. Mejor edificios. Compro y vendo. También alquilo. Lo que sea. Dinero fácil. «¿Y si me construyo un complejo hotelero para difuntos? Un macrotanatorio. Pero uno chulo, chulo. El cielo en la tierra. Full equipe».
Brilla el sol. Ahora todo está en manos de su hijo. Minutito es sangre de su sangre. Confianza máxima. Ya puede relajarse, pero, un día, aciaga fortuna, vienen mal dadas. Un ex empleado que sabe de qué va rollo quiere sacar tajada. «Por encima de mi cadáver insepulto», se conjura El Minuto. Es entonces cuando pone el asunto en manos de la justicia, que para eso paga sus impuestos.
Cagada.
Operación Ignis en marcha.
Por suerte para El Minuto no seré yo quien escriba el final de este personaje. De ello se encargará la jueza del Juzgado de Instrucción nº6 de Valladolid. Sin embargo, metiéndome ahora en la piel de los miles afectados, lo único que espero es que todo su oro se transforme en ceniza. A un prostituto del dolor ajeno, por muy presunto que sea, es lo que más le duele.