Hace tiempo que lo vengo observando. Resulta que estás hablando con alguien de, pongamos, un amigo tuyo que vive en la isla de Kodiak, y, poco después empiezas a recibir información de vuelos baratos con destino a Alaska. O bien se te ocurre mencionar los robots aspiradores en una conversación y durante los siguientes días te aparece publicidad específica del dichoso aparato en Instagram.
¿Casualidad? Causalidad, más bien.
Dicen los que saben del asunto que existen varias aplicaciones que cuando nos las descargamos en nuestros dispositivos nos solicitan permiso para acceder al micrófono y que somos nosotros —como buenos cibertarugos que somos— quienes les damos el consentimiento al aceptar dichos condicionantes, acto consciente o inconsciente que nos hace responsables directos de que estas empresas capten y utilicen esa información a su conveniencia. Es entonces cuando a uno se le queda cara de idiota, porque la justificación de los expertos suena al repugnante: «Es que las visten como putas». Admitiendo que sea cierto que los usuarios necesitemos más formación en cuanto a los riesgos que asumimos cuando utilizamos nuestros teléfonos móviles, no creo que seamos nosotros quienes tengamos que pelear en solitario la batalla de la privacidad. No, en absoluto. Además, hay ciertas aplicaciones como la anteriormente citada, que si no facilitas el acceso a la cámara y al micrófono pierden el atractivo para el que fueron diseñadas. Por tanto, ¿quiere esto decir que solo por el hecho de ser usuario de de una aplicación tengo que admitir que alguien podría estar escuchando lo que digo y a través de un software, convertirlo en texto, procesarlo, y usar dicha información para usos comerciales? No, desde luego que no. Mucho menos para construir perfiles sobre nuestros hábitos de consumo, hobbies o afinidades que son vendidos al mejor postor o, peor aún, robados, como ya les ha ocurrido a Facebook, a Sony (Playstation), a Yahoo o a la macrocadena de hoteles Marriot, por citar algunos ejemplos. Esta claro que vivimos inmersos en una total indefensión del consumidor ante una posible mala praxis de las grandes empresas tecnológicas, compañías que deberían emplear más recursos en custodiar los millones de datos que almacenan de sus clientes y en prevenir posibles ataques cibernéticos. Y, sinceramente, no creo que esto se pueda solucionar con el aprendizaje sobre el manejo de nuestros dispositivos sino, más bien, con la puesta en marcha de sanciones ejemplarizantes contra quienes quieran sacar provecho de nuestra ciberestupidez.
No hace tanto que leí o escuché hablar, no recuerdo dónde, sobre un término que, día tras día y año tras año va cobrando más sentido. «Tecnofagia» entendida como la necesidad del ser humano de digerir avances tecnológicos que tienen su razón de ser en la mejora de nuestra cotidianidad, pero que, en realidad, no necesitamos ni nos hacen más felices. El padre del vocablo continuaba explicando que esta práctica proyectada en el tiempo nos empujará de manera irremediable a convertirnos nosotros, los seres humanos —ya seamos cibertarugos o cibercracks— en el alimento de la tecnología. La paradoja cobra todo el sentido del mundo en el presente, porque, ¿qué demonios es una aplicación sin un usuario que la utilice?
Abono para el campo.
¿Qué valor tendrían los Apple, Microsoft, Google y Facebook si no contaran con nuestra ciberdependencia?
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 19 de junio de 2019