La actual coyuntura política en la que nos encontramos bien podría compararse con esos días que amanecen envueltos en una gris calima, casi opaca, que en su obstinada densidad impide que los rayos de sol la atreviesen. La luminosidad, ausente, contrasta con el calor y la humedad, omnipresentes en su empecinada alianza contra quienes intentan afrontar la cotidianidad con optimismo.
Bochorno.
Lo preocupante del asunto es que no parece que la calima vaya a levantar en las próximas jornadas y a los votantes se nos van consumiendo las vacaciones sin poder disfrutar del descanso estival que tanto nos meremos. Porque si hay un año que nos lo hemos ganado ha sido este. Elecciones generales, autonómicas y europeas en abril, y vuelta a las urnas un mes después para cumplir con nuestro deber ciudadano en las municipales. La contundente victoria del PSOE el 28 de abril, con más de dos millones de votos de diferencia con respecto a los populares, invitaba a pensar que Pedro Sánchez no tendría demasiadas dificultades para ser investido como presidente. Sin embargo, transcurridos ya más de dos meses de pesarosa travesía recorriendo la senda de la provisionalidad sin ningún resultado, la posibilidad de que las infructuosas negociaciones entre los unos y los otros cristalicen en una nueva convocatoria de elecciones es cada vez más palpable.
Como la gris y densa calima.
Particularmente no soy capaz de encontrar un culpable, o, mejor dicho, un solo culpable. Tampoco alcanzo a comprender —mucho menos de admitir— que las fuerzas políticas de izquierdas no sean capaces de llegar a un entendimiento, un pacto, acuerdo o como lo quieran bautizar, con el que acudir al debate de investidura con cierto respaldo político que, por muy insuficiente que sea desde el punto de vista cuantitativo, desde el otro, el que importa, lo cambiaría todo. El sainete protagonizado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ha pasado de ser grotesco a ridículo tras el enésimo cruce de declaraciones en el que el primero asegura que da mucho más que lo que recibe y el segundo que no recibe lo que merece. Y tú más. Puedo estar equivocado, pero si hay una actitud reprochable esta es la del líder de Unidas Podemos, claramente obsesionado con ocupar una silla en el Consejo de Ministros, como si existiera un mandato divino del que no pudiera despojarse. Gobierno de cooperación o coalición —he ahí la cuestión—, y, mientras los equipos de negociación de ambos partidos se afanan por encontrar una traducción que satisfaga sus enrocadas y enroscadas ambiciones, la derecha se afila las uñas. Porque la opción de abstenerse no se baraja, no. Ni por el forro. ¡¿Cómo van a consentir Pablo Casado, Albert Ribera y Santiago Abascal que su archienemigo ocupe la Moncloa?! Antes la inmolación del país que plantearse hacer lo mismo que hizo el PSOE en el 2016 para que Mariano Rajoy pudiera ser investido como presidente. Tales «patrióticas» posturas solo se justifican si uno hace el esfuerzo por comprender que a ninguno de ellos le importa la gobernabilidad del país en tanto en cuanto no sean ellos quienes lo gobiernen.
Esta tamaña irresponsabilidad de nuestros líderes políticos se traduce en un estancamiento, un bochornoso inmovilismo que afectará a lo social, a lo económico, a lo institucional, pero que, principalmente —en ello confío— hará que aumente el desafecto de la ciudadanía hacia la clase política que nos desgobierna. En el plazo de una semana sabremos si nos castigan o no con una nueva convocatoria electoral, pero, de llegar a concretarse el dislate, estoy absolutamente convencido de que gobernará la derecha, porque, en tiempos de calima, el desafecto no afecta por igual.
¡Salud!
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 17 de julio de 2019