El pasado viernes, cuando leí la noticia de que Pablo Iglesias había renunciado a entrar en el gobierno entendí que debía escribir la continuación del artículo La calima, aunque solo fuera por la honorable necesidad de comerme mis palabras sobre el líder de UP y su obsesión por ocupar una silla del Consejo de Ministros. Me equivoqué, y aquí mis disculpas para el señor Iglesias.
Hecha la rectificación y con la firme intención de documentarme para el artículo, me tomé el día libre en la cantina y me acomodé frente a la televisión para ver el debate de investidura. Muy extenso y vacío me resultó el discurso táctico del candidato. Un alegato a la socialdemocracia de manual, efectivo pero nada efectista, y, desde luego, muy doloso para los que se supone que serán sus socios en el futurible gobierno de izquierdas que pretende conformar Pedro Sánchez, ya sea de cooperación o coalición. Doloso porque el del PSOE se centró más en pedir la abstención de populares y ciudadanos que en mencionar la existencia de un acuerdo de cuyo nombre no quiso acordarse. Me recuerda esta, la tóxica relación que mantienen Sánchez e Iglesias, a la de una pareja que les une mucho más el sexo que el amor. De hecho, amor, entendido como tal, no hay ni una pizca. Ambos son muy conscientes de que necesitan intercambiar fluidos, e intuyen que, con el tiempo, puede que incluso surgiera el cariño. Sin embargo, ninguno de los dos se atreve a quitarse la ropa, como si esa falta de confianza que les obliga a esconder sus vergüenzas ni siquiera les permitiera practicarlo a oscuras.
Tras el receso de mediodía llegó el turno de Pablo Casado, quien interpretó con brillantez un texto plagado de metáforas, paralelismos, hipérboles y reproches —sobre todo reproches— contra el presidente en funciones al que, resulta evidente, envidia más que odia. En la réplica y contrarréplica hubo mucho zasca y contrazasca para que, finalmente, todo quedara como al principio: un no rotundo de la bancada popular a la investidura de Sánchez.
Tenía yo ganas de ver a Rivera en acción y lo cierto es que no defraudó en su ya consabido rol de épica beligerancia contra Sánchez y su «banda». Advertí yo —aunque podría estar igual de confundido que con Iglesias—, cierto desgaste de su halo liberal, un deterioro que contrastaba con la sonrisa de Arrimadas, entusiasta ella, que parecía estar exteriorizando sus pensamientos como próximo caudillo de las huestes naranjas.
Pablo Iglesias, en un conveniente tono firme exento de acritud, exprimió sus minutos en el atril para recordarle a Sánchez que su formación política y sus votantes no piensan conformarse con las migajas. Se dejó querer, sí, pero no a cualquier precio, guiños a los que Sánchez correspondió con notable ambigüedad, como si realmente estuviera en disposición de rechazar pretendientes. Extraño.
Serían las ocho de la tarde cuando subía al estrado Santiago Abascal. Hay que reconocer, al margen del contenido de su fantasmagórica exposición, que el líder de VOX domina el arte de la dialéctica y que es coherente con las ideas que le han llevado hasta el Congreso de los Diputados. Ideas que Sánchez supo utilizar como reclamo para movilizar a la izquierda en previsión de una nada deseada aunque plausible nueva cita electoral.
Así las cosas, transcurrida la segunda jornada de intervenciones con bastante menos tensión que la primera y con un cierre de sesión en el que Adriana Lastra acaparó la atención del hemiciclo, la votación del martes era la crónica de una investidura fallida anunciada. Solo queda por saber si el jueves habrá fumata blanca, lo cual va a depender de si Sánchez e Iglesias terminan o no encamándose.
Aunque solo sea para tener sexo.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 24 de julio de 2019