Yo diría que tendría trece o catorce años. Lucía con gracia y orgullo una camiseta blanca de MUSE y tenía la sonrisa más bonita que recuerdo haber visto en mucho tiempo.
Sentada en la fila superior junto a sus padres, me fijé en ella en cuanto ocupé la localidad del Wanda Metropolitano que ponía en la entrada. No sabía que pudieran entrar menores de edad al concierto y supongo que eso fue lo primero que me llamó la atención. Era la suya una expresión a medio camino entre la ansiedad y la excitación, y, sin darme demasiada cuenta permanecí unos segundos observándola —práctica esta, la de examinar el comportamiento de las personas, que, asumo, un día me traerá algún que otro disgusto—. Con las manos sobre las rodillas, trataba infructuosamente de contener la agitación que le forzaba a mover las piernas para liberar su desasosiego sin perder detalle de lo que sucedía frente a sus ojos. En la pista, miles de personas trataban de mejorar sus posiciones de cara al inminente comienzo del espectáculo, y las gradas seguían poblándose de público que llegaba al estadio sin demasiado margen de tiempo. De repente y de improviso, desvió la mirada para encontrarse con la mía y lejos de sentirse incómoda por encontrarse a un señor calvo espiándola, me regaló una sonrisa que, créanme, me dejó impactado. Quiero pensar que le devolví el gesto antes de refugiarme en el cachi de cerveza y, quizá fuera por cómo me sentí o puede que porque no era esa que sostenía la primera que tomaba, me dio por preguntarme: ¿qué o quién le robará esa sonrisa? ¿Cuándo se producirá ese desastre irreparable para la humanidad? ¿Cómo acontecerá?
Mi querencia a crear ficción hizo el resto.
Mi Jane Doe particular es claramente urbanita y de costumbres postmilénicas. Ella y su móvil son un ente único. Como hija única que es pasa mucho tiempo —según su padre la vida entera— conectada a Internet, y no son pocas las veces que le cuesta discernir lo que vive en las redes sociales de la realidad. Tiene perfiles en Twitter e Instagram y se comunica con sus amigas a través de mensajes de voz de WhatsApp. La televisión convencional no la ve desde que los dibujos animados dejaron de hacerle gracia y su tiempo de ocio lo consume principalmente escuchando música, nada de reguetón. Hace deporte dos veces por semana por imposición materna, pero no es algo que le atraiga demasiado. Ha tenido un par de novios, pero los chicos de su clase siempre le han parecido muy infantiles para ella y ha empezado a fijarse en otros que tienen un par de años más que ella. Siempre se le han dado bien los estudios. Su fuerte son las mates y tiene claro que va a hacer una carrera en la que pueda explotar su excelente relación con los números.
Con estos mimbres, mi Jane Doe aspira a conseguir un buen trabajo, una pareja estable con la que construir una familia y a seguir disfrutando de la música en directo. Aspira, básicamente, a ser feliz. Sin embargo, no será así. De hecho, Jane Doe está disfrutando de sus últimos años de felicidad aunque ella no lo sepa. Porque no sabe ni es capaz de imaginar que, al margen de sus padres, su futuro no le importa a nadie.
Por suerte, lo que nunca averiguará mi Jane Doe es que todo se torció el día en el que dos fuerzas políticas no se pusieron de acuerdo para formar gobierno. Ese día, la desmedida ambición de unos y la obcecada terquedad de otros envenenaron su sonrisa para matarla poco a poco. Y poco a poco lo lograron.
Y que se joda Jone Doe.
Y todas las Jane Doe y los John Doe desde el cabo de Gata hasta Finisterre.
Publicado en El Norte de Castilla el 31 de julio de 2019