El sol de finales de junio luce con fuerza en Dallas. Como cada día desde hace más de tres años, Josh acude puntual a su puesto de trabajo, una armería situada en el centro de la ciudad. Sus jefes, dos hermanos que fundaron el negocio hace casi tres décadas, son muy estrictos con los horarios; más aún desde que Donald Trump ocupa la Casa Blanca y su inclinación hacia los derechos que defienden la Asociación Nacional del Rifle haya provocado que aparezcan decenas de nuevos negocios que venden armas y las ventas hayan caído en picado. Por ello se extraña cuando ve entrar al primer cliente. Normalmente no suele ocurrir hasta mediodía, así que deja lo que está haciendo y escenifica la pose de empleado del mes pensando en que podría estrenarse antes incluso de que lleguen sus jefes.
—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
Su cliente tiene poco más de veinte años, pero no es su edad lo que le preocupa. Le inquieta su cara. Tiene cara de imbécil. De imbécil redomado. El típico tonto del culo que ha leído un montón sobre armas en Internet y cree que sabe. Luce un extraño corte de pelo y tras unas ridículas gafas pasadas de moda sostiene un nada artificial rictus severo. En el curso de técnicas de venta, a Josh le enseñaron a interpretar las miradas de los clientes pero en esa que tiene delante lo único que es capaz de detectar es amargura.
—Estoy interesado en adquirir un arma.
«Un arma» —repite mentalmente Josh—. Así en general. En la tienda dispone de decenas de tipos de armas distintas y cientos de modelos. La hipótesis de ingresar algunos dólares se desvanece.
—¿Podría ser más específico, por favor? ¿Un arma de caza? ¿Un arma corta? ¿Un…?
—Un fusil de asalto.
Silencio.
—Entiendo. Tengo la obligación de preguntarle acerca del uso que tiene pensado darle.
Su cliente no pestañea.
—Únicamente en caso de legítima defensa —contesta según lo previsto.
—Bien. ¿Ha pensado en alguno concreto?
—Me han hablado bien del AR-15, pero a mí me mola más el Kalas y he oído que ahora se fabrican aquí.
—Herencia rusa pero con innovación estadounidense, ¿eh? No estará pensando en asaltar un banco o atentar contra el presidente de los Estados Unidos, ¿verdad? —bromea Josh en su intento de empatizar con el cliente.
—No.
No miente. Su cliente con cara de imbécil redomado tiene otros planes. Pretende llevarse por delante el mayor número de mexicanos posible y detener la invasión hispánica de Texas. Se siente en la obligación de defender a su país del remplazo cultural y étnico al que está siendo sometido.
Treinta y cuatro minutos más tarde, Patrick Wood Crusius, ha formalizado los trámites que consisten en mostrar una identificación válida y rellenar un formulario en el que asegura no padecer ninguna enfermedad mental ni ser adicto a ninguna sustancia estupefaciente. El dependiente le ha emplazado a regresar dentro de tres días, plazo en el que habrán comprobado que, efectivamente, no tiene antecedentes penales ni psiquiátricos, y, como no, realizar el pago de los seiscientos veinte dólares que le va a costar el AK-47. Los ha visto más baratos en Internet, pero no se fía. Tiene pensado adquirir seis cargadores que suman un total de ciento ochenta balas. Podría comprar más, pero no quiere llamar la atención de las autoridades. No puede arriesgar su misión por una tontería así.
Él no es ningún imbécil.
Dos meses más tarde, a Josh se le congela la sangre al reconocer el rostro del tipo que acaba de cometer una matanza en un Wall Mark de El Paso. Por suerte no puede verse la expresión que se le ha ido cincelado en el rostro mientras escuchaba a la locutora confirmar que hay al menos una veintena de muertos y decenas de heridos.
Josh tiene cara de imbécil.
De imbécil redomado.
Publicado en El Norte de Castilla el 8 de agosto de 2019