Vaya por delante que este que escribe admite ser un talibán del genio de Knoxville, por lo cual, considere que todo lo que diga sobre él y su obra podría estar intoxicado por dicha admiración tarantiniana. Dicho lo cual empezaré reconociendo que Érase una vez en Hollywood puede que no sea la mejor película que ha escrito y dirigido Tarantino, y, sin embargo, la considero muy merecedora del tiempo y el dinero que uno invierte y gasta respectivamente en ir a verla. En esta, su última propuesta, nos sorprende con una atrevida y caprichosa historia cargada de nostalgia, donde lo narrativo se cristaliza en un homenaje a la época dorada de la Meca del cine, otrora fabrica inagotable de sueños con la que parece haber saldado una deuda. En este punto merece la pena recordar que Quentin Jerome Tarantino tuvo como única escuela el videoclub en el que trabajaba, haciendo de cada título que entraba por su puerta una lección que aprender, dejándose intoxicar o impermeabilizándose según el caso por los metrajes que la factoría de Hollywood no dejaba de producir. Hoy es considerado por muchos el director más influyente de su época y, aunque particularmente me importa poco si es o no cierto, lo que es indubitable es que Tarantino se ha ganado por méritos propios un hueco en la memoria de los espectadores. Y es que, en estos días de raquitismo creativo, solo el hecho de contar con un estilo único, poderoso e irreflexivo —principalmente en su faceta como guionista— ya sería suficiente para justificar su pedestal. Pero resulta que no es solo lo que cuenta sino cómo lo cuenta. Su magia reside en la dosificación de información, y, como si de un maléfico chef se tratara, nos obliga a ir probando los platos del menú que ha elaborado para la ocasión en el orden que a él le dé la real gana. Porque, si alguien sabe cómo ha de ser la experiencia del comensal del celuloide ese es él.
En Érase una vez en Hollywood, la trama fluye siguiendo un horizonte temporal lógico, sin los saltos en el tiempo que tanto y tan bien le funcionaron en obras maestras como Reservoir Dogs y Pulp Fiction, o en guiones firmados por él y rodados por otros como Amor a quemarropa y Asesinos natos. Si la película pudiera etiquetarse encajaría en una buddy movie cuyo propósito es ensalzar el oficio de actor. En esta ocasión, el peso interpretativo lo soportan dos monstruos como Leonardo Di Caprio y Brad Pitt, ambos brillantes en una pelea de gallos que, bajo mi punto de vista, termina en tablas. El reparto no puede ser más acertado con el único borrón de la eliminación en el montaje final de las escenas rodadas por Tim Roth. El ritmo, a diferencia de lo que nos tiene acostumbrados, es pausado durante los dos primeros tercios del metraje, como si pretendiera que disfrutáramos de cada plano, de cada fotograma, de cada escena y de cada diálogo como un dilatado preludio del trepidante desenlace que está por llegar. Un final que nos deja con una sonrisa en los labios y ganas de más. Mucho más.
Me atrevería a decir que Tarantino ha disfrutado como nunca rodando esta película, y aunque se echan de menos algunos ingredientes, uno sale del cine con la certeza de haber formado parte de un macabro cuento, de ser cómplice de la excentricidad de un enajenado mental irrepetible, imposible de replicar aunque se hiciera público su código genético. Y carcomido por la envidia, por qué no decirlo, consciente de que sí existen los límites inalcanzables en el ámbito creativo.