Lo tengo grabado a fuego en algún lugar de mi cabeza. Lo único que cambia es el color. Esta vez le tocó vestir de violeta, que está muy de moda. Esta vez le tocó ganar el US Open. Esta vez le tocó perder a Medvedev. Y, otra vez más, recurriendo a la épica. Y ya van unas cuantas.
Cuerpo a tierra.
El gigante ruso, diez años más joven que el de Manacor, se presentó en el torneo como el jugador que más partidos había ganado durante la temporada. Especialista además en pista dura, donde la magia negra de Rafa Nadal no tiene tanto efecto como en otras superficies. La estrategia del español pasaba por salir muy fuerte, tratando de que la cita no se alargara demasiado para que su rival no sacara partido a su superioridad física. Y funcionó durante los dos primeros sets, en los cuales se impuso no sin esfuerzo gracias a su solidez desde el fondo de la pista y a su infinita variedad de golpes. Los siguientes se los anotó su oponente de casi dos metros, agresivo, demostrando que no había llegado a la final de casualidad. Tocaba tirar de eso a lo que Nadal nos tiene mal acostumbrados y que hacen de él una leyenda del deporte mundial. Es su fortaleza mental, su capacidad de lucha, su inagotable constancia y su fe inquebrantable lo que le convierten en un ser único. Valores con los que ha logrado superar lesiones propias del desgaste que implica estar en el Olimpo del tenis desde que en el 2005 se le ocurriera ganar su primer Roland Garros. Catorce años después, ahí es nada, suma su decimonoveno Grand Slam, quedándose a tan solo uno de otro mito viviente: Roger Federer; superando en dos a Novak Djokovic, y dejando atrás a otros que en su día dominaron el deporte de la raqueta como Pete Sampras, Bjorn Borg, Ivan Lendl, Jimmy Connors, Andre Agassi, John McEnroe, Mats Wilander, Stefan Edberg, Boris Becker, o Guillermo Vilas, por citar algunos. Es indiscutiblemente el mejor tenista de todos los tiempos sobre tierra batida —doce veces campeón en París—, y suma treinta y cinco torneos del Master 1000, dos medallas de oro en los Juegos Olímpicos, cuatro ensaladeras de la Copa Davis y otros veintinueve títulos más en los mal llamados torneos menores de la ATP 500 y 250. Sin embargo, no es solo su nutrido palmarés lo que hace que muchos consideremos al «Extraterrestre» el mejor deportista español de la Historia. Son las formas. La humildad con la que se expresa y comporta tanto fuera como dentro de la pista, el respeto hacia sus rivales, la deportividad con la que encaja sus derrotas, la elegancia con la que celebra sus victorias, la emoción que transmite y la conmoción que provoca entre quienes le admiramos. Eso explica que genere ese halo de simpatía allá por donde va —excepto entre los periodistas franceses, lo cual es humanamente comprensible—, por eso es incombustible y será eterno. Por eso no existe ni existirá nadie como él. Por eso le echaremos tanto de menos cuando le llegue el momento de colgar la raqueta, de dejar sus tics para la otra vida que le espera, la de persona normal habiendo sido el más grande.
Ojalá ese momento no llegue nunca, pero, si tiene que llegar, que sea después de habernos hecho sufrir una vez más como lo hizo durante la madrugada del sábado, y que termine como tantas y tantas veces: cuerpo a tierra.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 11 de septiembre de 2019