Diría que nuestro cerebro no está preparado para procesar determinadas emociones. La pérdida de alguien cercano es una de esas. Asumir que una persona con la que has establecido un vínculo ya no está —ni va a volver a estar, ni para ti ni para nadie— es francamente complicado. Y cuanto más fuerte es ese vínculo más complicado es.
Recientemente me ha tocado pasar por este trance, a mí y a muchos, porque la inesperada noticia de la muerte de Israel Vaquero nos ha cogido a todos a pie cambiado. A mí me pilló saliendo del cine. Varios WhatsApp, entre ellos, un mensaje de voz: «¿Te has enterado…?»
Una hostia.
Una soberana hostia.
Una soberana hostia traicionera que, así, en frío y porque sí, no estás dispuesto a aceptar. Llega la negación, sistema primario de defensa. Y piensas que no puede ser, que es imposible. Ni de coña: «Pero si estuve el sábado pasado con él, ¿cómo va a estar muerto?». Esa que te habla es tu parte irracional tratando de prepararse para el intenso dolor que sabe que está por llegar. La racional, la que no quieres escuchar, te dice que nadie en su sano juicio bromearía con algo así. Necesitaba asegurarme, sí, pero lo cierto es que ya tenía los ojos húmedos antes de que mi colega me confirmara la tragedia con voz resquebrajada. Entonces sí, te derrumbas. No hay nada que te apuntale y no sabes qué demonios hacer porque, en realidad, no hay nada que hacer. Solo llorar. O gritar. O blasfemar. Yo soy de los que carga contra todos los santos, no puedo controlarlo. Es más fácil que comprender por qué a alguien de cuarenta y pocos le da un ataque al corazón un maldito martes de septiembre. ¿Qué sentido tiene eso? Ninguno. ¿Cómo admites que nunca más te vas a descojonar de la risa con Isra? De ninguna forma, pero es esa voz que no quieres escuchar la que te susurra que es mejor que empieces a acostumbrarte, porque nunca más le vas a escuchar repetir aquellas anécdotas de las fiestas de Viana de Cega, cuando éramos más jóvenes y casi igual de irresponsables que ahora. Y la mangábamos, claro que sí. Porque tocaba mangarla. Es esa voz que no quieres escuchar la que te grita que nunca más vas a ver a Isra en Pepe Rojo, muy cerca del bar —porque es, según aseguraba él, donde mejor se ve el rugby— con un cachi de cerveza en la mano y su pelazo rubio al viento. ¿Nunca más? ¿Cómo vas a procesar tamaño disparate, así porque sí, un maldito martes de septiembre? No, para nada. Por eso tratamos de liberar el dolor, la rabia y la frustración a través de los lacrimales. Y si puede ser acompañados, mejor.
Tanatorio y a seguir sufriendo. Porque ver a Carlos y a Alicia, sus hermanos, es un auténtico sufrimiento. Tú puedes estar muy jodido, pero ellos están destrozados. Los abrazas y te abrazas con quien puedas, y lloras, e incluso te ríes, porque ya no sabes ni cómo actuar en ese tétrico guión que escribe la muerte.
Los días pasan y el dolor sigue ahí, disfrazado de recuerdo, esperando agazapado para aparecer cuando menos te lo esperas. Pero son precisamente esos recuerdos los que con el paso del tiempo hacen que las personas como Isra se conviertan en seres inmortales. Porque si existe algún consuelo para tamaña desgracia es tener el convencimiento de que Isra vivirá eternamente en la memoria de todos los que le queríamos. Y le queremos.
DEP, Israel Vaquero Valentín.
Ya nos veremos.
Artículo publicado el 25 de septiembre de 2019 en El Norte de Castilla.