La buena noticia es que solo se da cada cuatro años, porque, si lo que hemos vivido los aficionados al rugby este fin de semana tuviéramos que «soportarlo» muchos más, nos convertiríamos en una especie en vías de extinción. O más adictos, si cabe.
Se disputaban las semifinales del mundial que se está celebrando en Japón, a las que llegaban por un lado del cuadro Inglaterra y Nueva Zelanda, y Sudáfrica y Gales por el otro. Sin duda los equipos que más méritos han hecho por alcanzar ese penúltimo peldaño que les daba acceso a disputar la ansiada final. Todos los pronósticos apuntaban a una final sureña entre los All Blacks y los Springboks, dando por hecho que harían valer el rugby total desplegado por unos y el poderío físico de los otros. Así y todo, confiábamos en disfrutar de un espectáculo deportivo en el que se iba a dirimir la hegemonía del segundo deporte que más aficionados arrastra a nivel mundial.
Sábado por la mañana. Estaba este cantinero despierto desde horas antes, tenso como si me fuera a vestir yo de corto a pesar de que ninguna de las cuatro selecciones —toda vez que Argentina e Irlanda se quedaron por el camino— están entre mis preferidas. Como venía siendo costumbre en partidos de esta entidad, antes de que sonaran los himnos de Inglaterra y Nueva Zelanda, ya había verificado que al otro lado del WhastApp se encontraba Alberto Chicote, otro talibán del rugby con el que mantengo un fluido intercambio de comentarios sobre lo que va aconteciendo sobre el campo. El primero de estos tuvo que ver con el modo en el que los del Quince la Rosa afrontaron la haka de los neocelandeses: desafiantes, rozando lo irreverente, sobrepasando lo teatral reflejado en la forzada expresión retadora de Owen Farrel. No me gustó. El caso es que igual sí causó el efecto que buscaban en los hombres de negro porque durante los primeros veinte minutos del choque se produjo algo para lo que no estábamos preparados: ver a un equipo pasando por encima de los All Blacks. El recital de juego desplegado por los ingleses, ahogando a su oponente al negarle la posesión del oval, no figuraba en ningún libreto, y los puntos fueron cayendo a su favor hasta dejar a Nueva Zelanda con su marcador a estrenar al término de los primeros cuarenta minutos. Chicote y yo estábamos seguros de que los que dirige Steve Hansen iban a despertar como Hulk cuando se irrita, arrancándose la ropa, gritando enfurecidos para aplastar a los ingleses, pero lo cierto es que los minutos fueron cayendo y la magnífica defensa de los de blanco resultó ser infranqueable a los enconados pero poco eficaces intentos neocelandeses por cruzar la línea de ensayo. Con un: «cada día entiendo menos de este deporte» me despedí de Alberto hasta el día siguiente.
Domingo, misma hora y mismo lugar. En mi sofá, esperando a que llegara la hora de que Gales y Sudáfrica disputaran la primera melé. Tocó esta vez un partido distinto: uno mucho más táctico, donde los gordos de ambos equipos chocaban una y otra vez para conquistar la línea de la ventaja, de mucho juego al pie, de disciplina y de bloque. Una semifinal muy de los setenta, menos vistosa que la otra, pero igualmente interesante. Sudáfrica mandaba, pero no conseguía despegarse gracias a la capacidad de sacrificio de los dragones que lo intentaron hasta que agotaron sus fuerzas con el pitido final. Maravilloso.
Nos quedan dos partidos por delante y otros cuatro años de espera, donde, por qué no, quizá los nuestros puedan clasificarse. Entonces sí, Alberto Chicote, este cantinero y otros muchos tendremos que hacernos con un desfibrilador, porque no hay corazón que aguante tanta sobredosis rugbística.
¡Viva el rugby, aunque nos cueste la salud!
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 30 de octubre de 2019