No me gusta la nueva normalidad. Supongo que a usted tampoco.
Es lo normal.
Lo normal es que nos quejemos de la nueva normalidad y todo lo que conlleva. Cada uno tiene lo suyo. Yo, por ejemplo, llevo muy mal lo de condenada mascarilla. Andaba por tierras andaluzas cuando se hablaba de un decreto por el cual iban a obligar a los seres humanos a ponerse el bozal tanto en espacios cerrados como abiertos, se garantice o no la distancia de seguridad. Un camarero comentó que la norma afectaría incluso a las playas. ¡Ni de coña! —le dije, iluso de mí, apoyándome en que no hay documentado ningún contagio en el mundo que se haya producido en una playa—. ¡Zas, en toda la boca! No me veía yo paseando por la orilla con el trapo puesto y resolví poner distancia. Toda la que pude. Los más de mil kilómetros no me sirvieron de nada puesto que la Xunta de Galicia resolvió adoptar medidas similares y endurecerlas ampliando la obligatoriedad a las terrazas, donde los clientes solo pueden quitársela cuando vayan a usar la boca para comer o beber. Fabuloso. Cada Comunidad Autónoma tiene su modelo, las hay, cómo no, que no consideran que sea necesario implantar el uso de la mascarilla argumentando que sus ciudadanos son los suficientemente responsables como para no regular su uso. Qué bien jugado, joder. Unos sí, otros no. Depende. ¿De qué depende? De según como se mire todo depende.
Lo normal.
Tampoco me gusta ni estoy de acuerdo con la corriente estigmatizadora que está sufriendo la hostelería, como si fueran ellos los causantes de los brotes, los rebrotes y los recontrabrotes. Pues no, mire usted. No conozco un sector que haya puesto más cuidado con el cumplimiento de las medidas sanitarias para garantizar la seguridad de clientes y trabajadores, y si se hubiera que señalar con el dedo a alguien habría que hacerlo en todo caso a los clientes irresponsables, no a los empresarios, que lo último en lo que están pensando es en facturar hoy el doble para dejar de hacerlo al día siguiente hasta… ¿Hasta cuándo?
Y poco se está hablando de lo que está sufriendo el mundo de la cultura, principalmente el de la música, con todos los festivales cancelados, fiestas suspendidas y demás restricciones que hacen enmudecer sus instrumentos. El cine, el teatro y todas las artes escénicas siguen agonizando sin que ello conmueva demasiado a un ejecutivo que se escuda tras el resto de actividades económicas que están por delante de la cultura. Es decir, todas las actividades económicas que no pertenecen a la cultura. Gracias. El virus también ha golpeado muy duro a la Industria Editorial en un momento en el que parecía estar levantando cabeza, y sin ferias ni actos públicos los libros languidecen en las estanterías de las librerías que todavía resisten. El mundo del deporte merecería un artículo completo y seguramente el resto de sectores también, y cada cual está en su derecho de completar esta columna con su particular parecer.
Su particular padecer.
Por todo esto digo y afirmo que no me gusta nada la nueva normalidad, y que la voy a echar mucho de menos cuando nos vuelvan a confinar, porque, de seguir avanzando por el camino que vamos, nos volverán a encerrar en nuestras casas y, entonces sí, recordaremos esos días felices en los que nos permitían lucir nuestros bozales por la calle, por las playas, e incluso en las terrazas, cuando podíamos destaparnos nuestras bocas para comer y beber.
Y diremos: ¡Qué tiempos aquellos!
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 24 de julio de 2020