El contenido del mensaje que circulaba en las Redes Sociales venía a decir lo mismo de muchas formas distintas. Se trataba de un recordatorio que alertaba a los españoles de bien de que, ese día, 13 de septiembre, se cumplían ochenta y cuatro años de un inefable episodio de nuestra Historia: el expolio de las reservas de oro por parte del gobierno de la República al inicio de la Guerra Civil. El oro de Moscú. Había variantes. Algunos tuits señalaban directamente al PSOE, otros post acusaban a mercenarios comunistas y también los había que lo calificaban como «El mayor robo de la Historia».
Ni más ni menos ni menos ni más.
No le di demasiada importancia hasta que me llegó un par de veces o tres por WhatsApp y, entonces sí, reconozco que me irritó que mis amigos y conocidos se sumaran a aquellos que estaban haciendo el ridículo colaborando en la expansión del bulo. El problema radica en que resulta mucho más complicado desmentir que mentir, sobre todo cuando a uno le apetece prestar oídos a un hecho tergiversado por intereses políticos afines. Desistí siendo consciente de que siempre han sido muchos los que leen la prensa solo para saber qué es lo que había que pensar —Nacho Vegas, dixit—; pero, hoy día, lo lamentable es que ni siquiera leemos la prensa. No leemos. Nos sirve con cualquier enlace que nos llegue a WhatsApp y que tampoco nos molestamos en clicar para interesarnos por el contenido. Que va. Con el titular nos basta y nos sobra. Y así nos va. Nos creemos a pies juntillas toda la basura informativa que fabrican los unos y los otros sin pararnos a valorar la posibilidad de contrastar el hecho. Ni de coña. No tenemos tiempo para eso, mejor lo retuiteo, lo comparto en mi muro o lo reenvío a todos mis grupos con la esperanza de ellos hagan lo mismo. En menos de un minuto el ventilador de Internet ha esparcido toneladas y toneladas de mierda informativa que otros estarán encantados de tragar a paladas.
Sobre el hecho en si, existe muchísima documentación que explica al detalle qué sucedió realmente, así que no me pararé demasiado en los pormenores del asunto. Si se tratara de un informe ejecutivo y estas fueran las últimas líneas habría que decir que el gobierno de la República dispuso de buena parte de las reservas de oro españolas para afrontar la renovación armamentista del ejército con el que pensaban aplastar el levantamiento. Lo hicieron porque legítimamente podían hacerlo, aunque es cierto que la operación planificada por Juan Negrín se llevó a cabo con nocturnidad y alevosía. Lo hicieron de forma precipitada, y la falta de planificación facilitó que los vendedores —franceses, británicos y rusos— les timaran con la tasa de cambio y terminaran comprando material de escasa calidad a un precio muy superior de lo estipulado en el mercado. Salió mal, es innegable, pero principalmente porque esas riquezas que pertenecían a los españoles solo sirvieron para sembrar de muerte los campos y ciudades de nuestro país.
De lo que nunca se habla es sobre cómo el ejército franquista financió su moderna maquinaria de guerra. Eso parece importar menos. Sin embargo, las cifras de los expertos apuntan a que ambos bandos terminaron pagando una factura similar —cercana a los 700 millones de dólares—, solo que Franco lo hizo a través de créditos que tuvieron que abonar mediante la exportación de materias primas a Alemania e Italia, lo cual condenó a una población muy debilitada por el conflicto a sufrir una hambruna terrible durante los años sucesivos. Podría decirse por consiguiente que la República fundió el pasado de los españoles y Franco hipotecó nuestro futuro. Para esto suelen valer las guerras.
Este y otros misterios suelen ser muy sencillos de resolver. Dependen del interés que demuestre el aventurero en conocer la verdad, porque, como decía un antiguo profesor: «Lo bueno que tiene la historia es que, aunque se cuente mal el cuento, el final no cambia».
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 24 de septiembre de 2020