Son pocas o muy pocas las veces que nos detenemos a examinar la portada de una novela sin ese lastre tan pesado que es el gusto de cada uno. Un lastre que, aunque suene pretencioso, suele hundirnos hasta el fondo de lo superficial sin considerar otros valores de peso. Porque, dando por hecho que no suele importar ni trascender, detrás de cada diseño hay una historia creativa cuyo final es el resultado de infinitos avatares, idas y venidas, modificaciones, comidas de tarro, idas de olla y otras vainas de distinta naturaleza irracional que determinan la vida y muerte de una cubierta.
Porque sí, amigos, para que una portada viva otras muchas tienen que morir en el parto.
Me dispongo a narrarles y mostrarles en imágenes uno de estos complicados alumbramientos creativos, uno que he vivido en primera persona, como ha sido el de La suerte del enano, mi última novela (5 de noviembre).
Conocer los antecedentes familiares es importante para entender la gestación. En mi caso, como director comercial y de marketing que fui en una vida anterior, siempre he querido estar involucrado directamente en el proceso creativo y he trabajado codo con codo con Chevi de Frutos, el que ha sido mi diseñador —cubiertas y booktrailers, ahí es nada— casi desde el principio. Mis ocho primeras novelas, a excepción de Khimera —y que cambiamos para el formato de bolsillo— seguían una misma coherencia gráfica, un dress code que se sujetaba en el predominio del negro como color de fondo y el uso del blanco y el rojo para los detalles. A eso le agregamos un elemento identitario propio que, dicho sea de paso, era bastante rompedor para la época: una linea roja con salpicaduras de sangre que usábamos para descabalgar ligeramente la imagen a ambos lados. Podían gustar más o menos, pero cumplía con los objetivos principales: era coherente con el género —thriller negrocriminal—, destacaba en el punto de venta y era fácil de relacionar con el resto de obras del autor.
Estupendo.
Años más tarde, cuando nos preparamos para abordar el diseño de Todo lo mejor y Todo lo peor, resolvimos —junto con el equipo de marketing de Suma de Letras—, buscar una formula distinta que distinguiera estas dos nuevas criaturas del resto. El objetivo principal en este caso era dirigirnos e impactar en esos potenciales lectores que aún no habían catado el #GéneroGellida. El asunto lo resolvimos a partir de una gran silueta de un personaje sobre fondo blanco que incluía una escena en su interior. Nada que ver con lo anterior. Impactante, limpio, llamativo.
Y funcionó.
Nuevos lectores.
Bravo.
El dilema al que nos enfrentábamos Chevi y yo con La suerte del enano radicaba en dar en el centro de la diana con el concepto. ¿Qué queremos comunicar? Tocaba desnudarla. En primer lugar, había que tener en cuenta que los ingredientes principales sabían mucho más a los que incluí en su día en la receta de Memento mori o de Sarna con gusto: investigación criminal, suspense continuado, acción y violencia, todo ello soportado en una estructura lineal que yo llamo «de sucesión de acontecimientos». Sin embargo, esta novela, a diferencia de las anteriores, es independiente y conclusiva, y si regresábamos al concepto inicial corríamos el riesgo de que muchos lectores pensaran que La suerte del enano es el inicio de una nueva trilogía, o, peor aún, que debían pasar por todo lo anterior y de una u otra manera terminaran asustándose.
Descartado.
Se nos ocurrió entonces probar con nuevas líneas creativas. Debíamos, por tanto, partir de cero en una suerte de brainstorming creativo con el que pretendíamos encontrar esa primera piedra sobre la que empezar a construir la portada. Tampoco hubo suerte.
En este punto, estoy casi seguro de que muchos de ustedes estarán pensando que hay uno o varios diseños de estos que desechamos que les gusta más que el resultado final. Es del todo legítimo. A mí, por ejemplo, me tenía enamorado uno que bien podría ser el cartel de una película de Tarantino, apuesta que podría echar para atrás a muchos lectores de un rango de edad determinado.
Un tanto desesperados por no ser capaces de dar con un punto de partida, nos decantamos por recorrer caminos que conocíamos mejor. Probamos entonces a fusionar el concepto que tan bien nos había funcionado con la biología berlinesa protagonizada por Carapocha pero añadiendo ese elemento identitario que mencionaba con anterioridad: la línea con salpicaduras. Y nos gustó —sobre todo a mí—, pero esta línea continuista, a pesar de que seguía siendo muy potente y de que a nivel cromático me parecía muy rompedora para el punto de venta —ese violeta muy de Valladolid—, tenía un gran problema: generaba confusión.
Estábamos lanzando un mensaje que podría llegar a despistar a los lectores y que pensaran que lo nuevo tenía que ver con el Berlín de los años ochenta, el espionaje… Error. Nos nos quedaba otra que volver a la casilla de salida: un concepto nuevo. Algo que tuviera que ver con el contenido de la novela. Con la esencia. Había que simplificar la cuestión recurriendo al argumento: un robo magistralmente planificado que se complica. Red de alcantarillado. Investigación policial. Ideas, ideas y más ideas. Pruebas, pruebas y más pruebas. No, no y no. Ninguna de las nuevas propuestas nos terminaba de convencer, por ser confusa, escasa de fuerza, demasiado ñoña o demasiado gore. No dábamos con la tecla.
La escurridiza tecla.
Sin embargo, al revisar al detalle cada una de esas probaturas nos llamó la atención un elemento que había nacido en la cabeza de Chevi: una tapa de alcantarilla de Valladolid como pieza principal de la creatividad.
¡Boom!
—Me gusta —le dije—, pero no me convence la propia tapa.
—Pues baja a la calle, busca una que te encaje, haces una foto y me la envías —me respondió él.
Dicho y hecho.
Lo teníamos, sí, pero aún faltaba encontrar el equilibrio entre lo conceptual y lo visual, y eso solo se consigue torturando el diseño una y otra vez hasta que confiesa lo que uno quiere. Retoques y más retoques. Esto sí, esto no. Prueba incorporando esto y lo otro. ¿Y si…?
Infinito.
Y cuando crees que has terminado de pulir la portada te das cuenta de que todavía falta el resto de la cubierta, y resoplas, te agitas, porque sabes que tampoco es sencillo encontrar esos últimos elementos gráficos que son, precisamente, los condimentos que te fastidian el guiso o hacen de él un manjar. El resultado final puede, insisto, gustar más o menos, pero transmite lo que andábamos buscando desde el principio: novedad, modernidad, suspense y violencia, además de estar en consonancia desde el punto de vista visual con lo que nos pedía Suma de Letras y lo que el autor tenía en su cabeza.
En definitiva, un parto complejo. Menos mal que existen excelentes matronas del diseño gráfico. Genios que, al margen de demostrarlo, han de contar con la infinita paciencia que requiere dar y quitar vida sin que les tiemble el pulso —como auténticos tiranos de lo creativo que son— y, que, para más inri, deben mantenerse en un segundo plano. De su talento depende que la criatura nazca con fuerza o fallezca prematuramente en las estanterías del punto de venta.
Así de cruel es este mundo.
Sirva este artículo como homenaje a todos los «Chevis» que nos acompañan a los autores en esta aventura siniestra que es crear ficción y tener la desfachatez de publicarla.