Nadie sabe con certeza ocurrió en Berlín la noche del 9 al 10 de noviembre de 1989. Sobre las siete de la tarde, Günter Schabowski, miembro destacado del Politburó, anunció en una rueda de prensa transmitida por televisión para toda la República Democrática Alemana, que se revocaban las restricciones de viaje que, días antes, el Consejo de Ministros había aprobado para evitar la salida de sus ciudadanos hacia países como Hungría o Checoslovaquia. Aquello fue interpretado de forma intencionadamente equívoca por los habitantes de Berlín Oriental como que se levantaba la prohibición de pasar al otro lado, y una agitada muchedumbre acudió a los puestos de control del Muro con la intención de ejercer ese derecho. Los guardias de frontera, superados por la confusión, no se atrevieron a impedírselo y miles de personas cruzaron a la parte oeste de la ciudad sin que el Gobierno de la RDA —que ya no contaba con Honecker al frente— ni la temida Stasi pudiera hacer nada por impedirlo. Quedan para el recuerdo las imágenes de los berlineses de ambos lados encaramados al Muro, arremetiendo contra el hormigón con mazas, picos y cualquier herramienta que tuvieran a mano, escenificando así la derrota del comunismo frente al capitalismo. Era el final de la crónica de una muerte anunciada: la agónica defunción de una idea política, económica y social que simbolizaba la hoz y el martillo pisoteada durante la última década por el símbolo del dólar. Era imposible que la Unión Soviética pudiera resistir el imparable avance del Imperialismo liderado por Estados Unidos y el desgaste de la Guerra Fría terminó siendo demasiado para la débil salud del paciente. El avance de las telecomunicaciones había hecho que la información viajara libremente y el conocimiento de una forma de vida aparentemente mejor intoxicaba la mente de muchos. El libre mercado, el consumismo y las libertades sociales del mundo occidental eran caramelos que los habitantes de los países más allá del Telón de Acero deseaban paladear desde hacía demasiado tiempo. Así, jóvenes, intelectuales, pero, sobre todo, millones de desencantados con el encorsetado régimen comunista, fueron quienes se encargaron de cavar la tumba de una criatura nacida con claros síntomas de raquitismo a la que no iban a permitir que pasara de la adolescencia.
Hoy, treinta años después, apenas sobrevive el recuerdo de lo que representaba el comunismo, devorado por la voracidad de un sistema que se alimenta del poder del dinero frente a todo lo demás. La nostalgia es una moneda de curso no legal. Sin embargo, necedad del ser humano mediante, los muros siguen existiendo. Los visibles, ya sean de concertinas, vallados de frontera —aunque para Trump, el suyo esté en Colorado—, de seguridad, o de lo que sea, tienen el propósito de impedir el paso de las personas cuando las personas no son bienvenidas en determinado territorio. Los otros, los invisibles, son esos que se levantan en la mente de algunos y se extienden gracias a quienes comparten su anacrónico discurso. Esos, son tanto o más peligrosos. Y, vaya por Dios, de esos tenemos unos cuantos. Está el de los británicos, empeñados en demostrar que son autosuficientes en su isla, que Europa lastra su desarrollo y resquebraja su idiosincrasia; está el de los catalanes, empeñados en demostrar que son autosuficientes en su república, que España lastra su desarrollo y resquebraja su idiosincrasia. Pero también está el de los europeos y los españoles, empeñados en demostrar que británicos y catalanes están confundidos. Y está el suyo, estimada lectora o lector.
Y el mío, por supuesto, infranqueable.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 15 de noviembre del 2019