Siempre me ha generado bastante curiosidad indagar sobre el origen de algunas tradiciones populares españolas y, en estas fechas, la que más me llama la atención es esa que consiste en comer uvas al son de las campanas la última noche del año. Según parece, la cosa arranca a finales del siglo XIX cuando la burguesía española adopta la costumbre de la aristocracia francesa de celebrar grandes acontecimientos con uvas y champán. Con el paso de los años, las clases populares que acudían a la Puerta del Sol a escuchar las campanadas en Nochevieja, empezaron a imitar esta práctica —seguramente con tintes irónicos— extendiéndose con el paso del tiempo por el resto del territorio. Otra teoría mucho menos creíble asegura que un excedente de producción de uva en la zona de Alicante motivó que se repartieran racimos por Navidad entre los más necesitados, y que en señal de agradecimiento, estos les devolvieron el favor los años sucesivos convirtiéndolo en un hábito. Sea como fuere, si bien en el resto del planeta se impone la costumbre de celebrar la llegada del nuevo año fuera del hogar, en nuestro país todavía sigue siendo esta la manera más extendida de recibir el primero de enero, lo cual no exime de posteriores excesos.
Lo que sí es una tónica generalizada en cualquier parte del planeta es desear lo mejor para los que nos rodean y para uno mismo. Es curioso, el resto del año lo pasamos atrapados en el presente y son pocas las veces que nos escapamos de la prisión de la cotidianidad para planificar nuestro futuro, lo cual, bajo mi punto de vista es un error, dado que proyectar positividad ayuda y mucho a alcanzar nuestros sueños. Por ello, el espacio que me queda lo voy a dedicar a precisamente a eso: a sembrar el 2020 de anhelos en verso con la esperanza de que la palabra escrita no se la lleve el viento. Que se lleve mejor la sinrazón, esa que durante el curso pasado ha envenenado a nuestra clase política, y que llegue la solución. Un gobierno estable, el que sea, pero que termine con esta deriva insoportable de buque sin patrón y amotinada tripulación. Que haya más harina y se reparta mejor, que cuando el estómago está vacío se llena de malhumor y dejamos de preocuparnos por lo nuestro para ocuparnos de lo de alrededor. Que caigan los muros, los mentales a poder ser, que son esos los más peligrosos, los que de verdad no nos dejan ver. Que nos dejemos guiar por la razón, sí, pero sin perder de vista lo que nos conmueve, lo que nos hace latir eso que tenemos en el pecho y llamamos corazón. Que esté de nuestro lado la suerte, pero de la del vecino también, que es mucho más divertido cuando es más de uno el que se divierte. Que la música nunca deje de sonar, que el que no baile no sea porque no puede sino porque no le da la gana bailar. Que seamos capaces de ahuyentar la amargura, que todo sabe mejor si aportamos un toque de dulzura. Que cosechemos éxitos y aprendamos de los fracasos, que sea la sonrisa la que siempre dirija nuestros pasos. Y si nos toca llorar, lloremos, pero acompañados, que la penas a escote son muchas menos. Que compartir deje de ser solo un verbo, y, si no es mucho pedir, que se conjugue en plural, que vivir rodeado de otros sea lo normal. Y, por último, algo a nivel personal: que leamos más, mucho más, que nos conviene, sobre todo a mí si te acuerdas de este cantinero cuando un libro tengas que regalar.
¡Que pase el siguiente!
¡Bienvenido 2020!
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 30 de diciembre de 2019