Aunque me cuesta entenderlo, es un hecho que existen personas que odian la Navidad. A unos les agobia y sobrepasa la idea de tener que juntarse por obligación con otras personas, a otros les molesta el derroche generalizado, las comilonas con la familia, los compromisos de empresa, las luces, los regalos y, en consecuencia, terminan hasta el gorro del gorro y del reno de Papá Noel. A mí, sin embargo, me encantan. Me atrae desde siempre aunque no sepa muy bien por qué. Diría que tiene que ver con el buenrollismo generalizado que flota en el aire, entelequia causante de tanto abrazo, tanto brindis y tanta sonrisa. Solo por ello ya merece la pena. Dicho esto, si hay algo que no me gusta de la Navidad es que, como tupido y estúpido velo que es, no nos permite ver lo que hay detrás. Porque, si normalmente hay asuntos que despiertan poco interés, durante estas fechas simplemente desaparecen. Asuntos «menores» como, por ejemplo, los conflictos bélicos que se están desarrollando en alguna parte del planeta mientras yo escribo este artículo o usted lo lee. Porque, aunque traten de convencernos de lo contrario, la felicidad no es un bien común ni está bien repartida.
En Siria se han cumplido ocho años de guerra civil desde que una parte de la población se levantara contra el régimen dictatorial de Bashar al-Assad. Se estima en algo más de quinientas mil las víctimas que ha provocado un conflicto que nos suena a viejo cuando, de casualidad, lo mencionan en algún telediario. Los más de cinco millones de desplazados, las ciudades complemente destruidas y, sobre todo, la sensación de que va para largo, no parece que importe demasiado a la comunidad internacional; mucho menos cuando estamos pensando qué demonios comprar a la suegra de regalo de Reyes. En Sudán del Sur —le reto a que lo localice en un mapamundi—, uno de los países africanos con más recursos naturales, se llevan matando casi desde el día que proclamaron su independencia en el año 2011, aunque, oficialmente, la guerra civil estalló en el 2013. No se sabe con seguridad, lo cual es más que sintomático, pero se estima en más de cuatrocientos mil la cifra total de muertos. Los episodios de limpieza étnica, las matanzas indiscriminadas de civiles, las violaciones sistemáticas y la hambruna generalizada son ya parte de la cotidianidad del país más joven del mundo. Lo mismo o parecido —vaya usted a saber—, ocurre con sus vecinos de la República Centroafricana, donde las guerrillas cristianas y musulmanas se enfrentan a machetazos por imponer sus respectivas doctrinas aunque, como lleva ocurriendo desde que el hombre bajó de los árboles, subyacen otras razones de índole económico y territorial. En Bangui, la capital, se matan a diario. Los niños son soldados a los once y las niñas prostitutas a los trece, pero que corra el champán. En Yemen, distintas ONG´s denuncian que más de ochenta y cinco mil niños de menos de cinco años han muerto desde que en el 2015 los hutíes se rebelaran contra el gobierno suní apoyado por sus vecinos de Arabia Saudí. La situación es crítica. Las epidemias y los bombardeos han causado una crisis humanitaria que se extiende por todo el país, pero qué nos importa a nosotros si en estas fechas solo vemos elfos. En Irak, Somalia, Afganistán, Mali, Libia también se matan bastante bien y de forma recurrente, pero estando el percebe como está, a un precio de locos, yo tampoco le daría demasiada importancia.
No era mi intención, créame, hacerle sentir culpable —que bastante tiene ya con aguantar a su cuñado durante la cena de Nochebuena—; pero, si consigo que durante estos días la configuración de la bandeja del turrón deje de generar irreconciliables conflictos familiares, me doy con un polvorón en los dientes.
¡Felices fiestas!
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 24 de diciembre de 2019