El pasado lunes por la mañana un amigo me enviaba unos videos del último concierto de Ennio Morricone en Roma y enseguida conecté el causa efecto. Más leña para alimentar el fuego de las desgracias que nos está dejando este condenado 2020 en su empeño por seguir diezmando al conjunto de seres que suman. Kobe Bryant, Pau Donés, Rosa María Sardá, Luis Eduardo Aute, Kirk Douglas, José Luis Cuerda, Michael Robinson, Carlos Ruiz Zafón son algunos de los nombres que engrosan ya un listado harto doloroso.
Soy de los que les gusta pensar que la inmortalidad existe en la memoria de las personas que recuerdan a otras. Si esto es así, Ennio Morricone se la ganó hace ya muchos años porque nos ha dejado un legado musical que pasará de generación en generación ligado a las más de quinientas películas a las que puso banda sonora. Algunas de ellas forman parte de la historia del cine como son El bueno, el feo y el malo, La misión, Cinema Paradiso, Por un puñado de dólares, Los intocables de Elliot Ness, Novecento o Los odiosos ocho, con que ganó el Óscar a la mejor banda sonora original y que acompaña al honorífico que muy merecidamente le entregó la Academia en el 2008. Caso aparte —por lo menos para este que firma la columna—, es Érase una vez en América, una película dirigida por Sergio Leone y que, de no existir El Padrino, sería sin lugar a dudas la mejor historia de gánsters jamás filmada. Ahora bien, lo que sí me arriesgaría a afirmar es que se trata de la mejor banda sonora jamás compuesta. Evocadora y nostálgica, añadiría sin miedo a parecer recalcitrante que trasciende los límites de lo que consideramos una obra de arte, y, aunque solo sea por esta partitura, el genio italiano se tiene bien ganada la eternidad. Haga la prueba: si la secuencia en la que suena Cockeye’s Song no le hace estremecer, es muy posible que en realidad ya esté muerto y todavía no lo sepa. Es una broma, por supuesto, pero, de todos modos, insisto, haga la prueba.
Pocos estarán en desacuerdo conmigo al afirmar que Ennio Morricone es, con el permiso de John Williams, el compositor más relevante de la historia del cine, y así se lo ha reconocido la Fundación Princesa de Asturias galardonándole con un premio que debía recoger en octubre precisamente junto con el mencionado Williams. Las complicaciones surgidas por una caída que le provocó la fractura del fémur se han llevado a otro de esos seres cuya existencia ha dejado huella. Tenía noventa y un años y quizá le tocaba, pero, siempre que alguien de este calado nos deja e independientemente de la edad a la que suceda, no puedo evitar preguntarme por qué se van los que tanto suman habiendo tantos candidatos que solo restan. No voy a poner nombres y apellidos —cada uno tiene su listado— pero no me digan que no les tienta la idea de jugar a ser dioses y tener el poder de canjear una vida por otra. Por poner un ejemplo, así, a bote pronto, la de Ennio Morricone por la de un presidente del país más poblado de Latinoamérica y que, vaya por Dios, ha sucumbido al virus cuya existencia todavía niega a pesar de los más de cincuenta mil compatriotas que ya se ha llevado por delante. Pensándolo fríamente, mejor no, no vaya a ser que el superpoder caiga en manos de alguien a quien los escritores calvos no le resulten demasiado simpáticos.
No queda, por tanto, otra que cruzar los dedos y pedirle a este 2020 algo de indulgencia sin perder de vista el dicho: «si cuando fuiste martillo no tuviste clemencia, cuando te toque ser yunque ármate de paciencia».
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 9 de julio de 2020.