Un día, sin más, aparecí aquí dentro.
Sin comerlo ni beberlo.
Creo que así fue, por lo menos así es como yo lo invento.
Era una mañana calurosa, de esas en la que se te congela el aliento. ¡Qué efímero y nítido es el olvido cuando olvidar se hace eterno! Lo tengo más o menos claro porque estaba todo oscuro y en silencio. Se escuchó un estruendo y me estallaron los tímpanos en aquel sosegado horizonte de sucesos.
Sin yo querer amaneció la noche y aun sabiéndome culpable ni siquiera de eso me arrepiento. Mira que me decían mis enemigos que dejara de devanarme los sesos, que son más peligrosos los que no se dan que los que te dejan seco. Se referían a los besos. ¡Y qué sabrán ellos si en mi dimensión lo invariable es el tiempo! ¡Qué sabrán ellos si en mi gravedad todo gravita como gravitan los pensamientos. Y allí estaba yo, culpable, en mi agujero negro. Y yo tan contento. Dejando pasar el dolor en un proceso autodestructivo que transcurrían mucho más despacio que lento. Bebiendo mi ego directamente de la botella hasta perder el conocimiento. Lamentando no encontrar la teoría de cuerdas que explicara qué diferencia las malditas emociones de los condenados sentimientos. Fue luego, o quizá fuera antes (ahora ya no importa) cuando llego ella y me vi reflejado en sus sueños. Relegado, quería decir. Y sí, por supuesto, me entró mucho miedo acostumbrado como estaba a santiguarme despierto.
Por defecto.
Y por exceso.
Por lo demás, bien. A fuego lento. Tampoco hay mucho que contar cuando te enmudecen las sábanas. Nos comportábamos bien, menos en la cama. Allí todo valía porque había ganas, porque aún podíamos mirarnos a la cara y caminábamos sin caminar a rastras. Dicen los que saben que aullando los lobos hacen manada. ¿Los escuchas? (antes) ¿Los escuchabas? (ahora). Protestaban desde que anochecía hasta que salía la luna por la mañana. Pero era mentira, como cuando yo decía que siempre venía y nunca llegaba. Nos divertíamos afilando nuestros espolones, adecentando nuestras crestas adocenadas. Con cariño, eso sí, como en las fiestas de difuntos en las que nos mirábamos sin querer ver nada. Porque nada había en conjunto. ¡Míranos qué dóciles, míranos qué cívicos, cacareando por lo bajo para no ser declarados culpables. ¡Si ni siquiera éramos presuntos! ¿Y qué sentido tenía ser dos si de uno en uno sumábamos infinidad de puntos? Toca apagar la llama, acurrucarnos junto al sumidero por donde desaparecen nuestros asuntos. Durmiendo sin descanso en este pozo que tanto y tan profundo excavamos juntos. En este agujero negro en el que invertimos nuestras vidas para no gastar descubriendo recuerdos ocultos.
Y un día, sin más, desaparecimos.
Sin comerlo ni beberlo.
Creo que así fue, por lo menos así es como yo lo invento.
Publicado en El Norte de Castilla el 1 de marzo de 2020