En octubre de este año se cumplirán mil años de la muerte de un poco conocido personaje que, no se sabe por qué, la Historia ha tratado con desidia relegando sus hazañas a esa sección de capítulos perdidos que tanto cuesta encontrar.
Se cree que Leif Erikson nació en Islandia hacia el año 970. Hijo de Erik el Rojo —famoso explorador noruego a quien se atribuye el descubrimiento y la colonización de Groenlandia, y que, dicho sea de paso, ha aparecido en el último episodio de la sexta temporada de Vikings—, se empeñó en demostrar que llevaba impreso en su ADN la necesidad de conocer nuevos mundos navegando hacia el oeste. Así, en torno al año 1000, convencido de la veracidad de los relatos de Bjarni Herjólfsson —quien aseguraba que había avistado tierra firme navegando varias jornadas hacia Poniente—, Erikson alcanzó las costas de lo que hoy conocemos como la isla canadiense de Terranova. Aquellos prósperos dominios ricos en salmón y madera los denominó Vinland y, siguiendo la tradición vikinga, fundó un asentamiento que bautizó Leifbundir. La escasez de recursos humanos, pero, sobre todo, el hostigamiento continuo al que fueron sometidos por parte de la población indígena, fueron los motivos que les llevaron a abandonar el lugar, del que quedaron evidencias arqueológicas que prueban su paso por tierras norteamericanas.
Todo esto ocurrió quinientos años antes de la llegada del gallego Pedro Álvarez de Sotomayor, —más conocido como Pedro Madruga antes de actuar bajo el nombre de Cristóbal Colón—, a latitudes mucho más meridionales del nuevo continente. Quinientos años, ahí es nada. Porque cinco siglos dan para mucho, muchísimo, más si cabe en lo relativo al estudio de la navegación, una ciencia en la que todos los Estados emergentes depositaban sus sueños de conquista territorial. Una hazaña que, como decía al principio, ha quedado relegada a un segundo plano, incluso ahora que tanto está de tan de moda recuperar las sagas de vikingos para la industria audiovisual. La serie Vikings es, hasta la fecha, la culpable de alimentar esta tendencia, corriente que se ha asegurado la continuidad tras el anuncio de Netflix de una nueva producción titulada Vikings: Valhalla. Su predecesora, creada por Michael Hirst para The History Channel, narra la vida y obra del gran caudillo escandinavo, Ragnar Lodbrok, cuyas incursiones y conquistas durante el siglo IX le llevaron a convertirse en leyenda local. Si bien habría que reconocer que las primeras temporadas consiguen atrapar al espectador por lo bien construidos que están los guiones, equilibrando de manera inteligente los hechos históricos con la ficción, a partir de la desaparición del protagonista, el argumento se diluye como un clicle mascado en exceso, desaborido hasta el dolor mandibular. Desde mi óptica particular, me fastidia bastante que siempre terminen imponiéndose los intereses económicos a los artísticos y que nadie con dos dedos de frente haya tenido el coraje de cancelar las dos últimas temporadas en las que asistimos a la dolorosa destrucción de personajes tan carismáticos como son Lagertha y Björn, o al incomprensible ostracismo al que someten a otros como Rollo o Floki, homicidios narrativos que tratan de ser compensados con la desafortunada aparición de nuevas caras que, bajo mi punto de vista, no les llegan a la altura de los zapatos. Es evidente que la trama no da para más, y quizá hubiera sido mejor hacer un salto en el tiempo y abordar otras historias recogidas y bien documentadas en las sagas nórdicas. Otras como la de Leif Erikson o, puestos a soñar, por qué no una dedicada al mencionado Pedro Álvarez de Sotomayor.
Pero, claro, soñar es gratis, producir una serie ambiciosa no tanto.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 5 de febrero de 2020