Cada quince de agosto me acuerdo de él. Al ser festivo nacional no suele ser uno de esos días que terminen devorados por la cotidianidad y, quizá por ello, me asalta la imagen que guardo de él —tipo Teletubbie— como si en algún momento de mi vida lo hubiera conocido en persona: ese pequeño gran hombre de silueta rechoncha y mirada mustia, sosteniendo un semblante de perenne retortijón.
Y la culpa de que todos los quince de agosto me acuerde del nacimiento de Napoleón Bonaparte la tiene Jesús López, un antiguo profesor de historia que impartía clases de las de antes en el colegio de la Enseñanza y de quien guardo un excelente recuerdo. Lo llamábamos Chuchi. Sucedió así: durante la clase hice un desafortunado e inoportuno comentario —no descarto que fueran más— que ponía en entredicho la virilidad del Emperador; observación que, lógicamente, no fue muy bien acogida por el docente. El castigo consistió en elaborar un trabajo sobre la vida y milagros de Napoleón, a quien yo tenía mucha manía, supongo, que por haberse atrevido a invadir esta España nuestra. En aquellos años —principios de los noventa— la investigación no era una tarea sencilla, y andar haciendo anotaciones de enciclopedia en enciclopedia y de ensayo tras ensayo, requería altas dosis de paciencia y, sobre todo, de tiempo que bien podía dedicar a otros menesteres. Profundizar en la vida del Gran Corso no me hizo cambiar la opinión que tenía de él, pero sí me ayudó a justipreciar sus actos más allá de sus victorias militares. Así, aprendí que Napoleón Bonaparte también destacó por su enorme habilidad para la política en su empeño por consolidar los progresos conseguidos por sus compatriotas en el ámbito de los derechos y las libertades tras la Revolución de 1789. Entre las muchas reformas recogidas en el Código Napoleónico cabría destacar la puesta en marcha de un innovador sistema asistencial diseñado para dar cobertura médica a los más desfavorecidos y garantizar la educación obligatoria de los menores que no podían pagar sus estudios.
Educación y sanidad como pilares de la nueva sociedad civil, qué curioso.
La derrota de Waterloo y consecuente ocaso de Napoleón hizo que Europa regresara de una patada en el culo al Antiguo Régimen, pero nosotros salimos aun peor parados porque la sal de nuestra herida eran los Borbones. En un siglo retrocedimos más de cien años y, analizando el asunto desde la cómoda y cobarde perspectiva que el tiempo otorga, me atrevería a decir que en España perdimos la gran oportunidad de usar la guillotina para poner donde correspondía —en un cesto— las cabezas de quienes rechazan los cambios por el simple hecho de que ellos y los suyos están muy bien como están. Cabezas pensantes no muy distintas a las que hoy nos desgobiernan con incapacidad borbónica, que se dedican a la política por devoción al poder y, por supuesto, por amor al vil metal.
Por eso todos los quince de agosto me acuerdo de aquel tipo con severas dolencias estomacales cuya desmedida ambición y profundas convicciones le llevaron a agitar la vieja Europa a cañonazos. Invoco su recuerdo con la esperanza de que ese día el impetuoso espíritu del Gran Corso se reencarne en algún recién nacido con sangre española que décadas después se erija en un mandatario con ganas de cambiar las cosas. No lo verán mis ojos, lo sé, pero quizá sí los de mi hijo, y aunque Napoleón me siga pareciendo un poco soplagaitas y un mucho peligroso, aplaudiré desde la tumba a esa persona sin miedo a guillotinar este nuevo Antiguo Régimen.
Que, como decía Standstill en su canción: Adelante, Bonaparte.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 21 de agosto de 2020