Lo vi hace no mucho en la red social del pajarito azul donde lo que procede es odiar al prójimo como a uno mismo. Un cargo político —de cuyo nombre no pienso acordarme— se mofaba a través de un video casero de bochornosa factura de quienes reclaman la intervención de las instituciones con el fin de solucionar la situación de los migrantes hacinados en la cubierta del Open Arms. Su principal argumento se cimentaba en que esa «progresía demagoga» tiene la solución en sus manos: acogerlos en sus casas.
Brillante.
Reflexionando sobre cómo es posible que alguien que supuestamente representa a quienes lo han votado pueda formular tan ignominiosa propuesta, lo comprendí. Tiene sentido. Tiene sentido que alguien que nunca ha tenido que abandonar su país en busca de un futuro mejor piense así. Por supuesto. Porque nunca le ha faltado techo ni comida en el plato; nunca se va vivido de cerca un conflicto bélico; nunca ha sido violada por quienes explotan a los que nada tienen y, muy probablemente, nunca lo hayan apaleado ni torturado con plástico quemado. Por todo ello han pasado la mayor parte de los quinientos seres humanos que, huyendo de Libia, han sido rescatados por el Open Arms y por el Ocean Viking. Quinientos seres humanos que siguen esperando a que alguno de los países que conforman ese continente en el que habían pensando emprender una nueva vida les permita desembarcar en sus costas. Quinientas historias de quinientos valientes que un día decidieron arriesgar sus vidas cruzando el Mediterráneo en patera. Vivencias de sufrimiento y de esperanza que son ninguneadas por la inacción de Bruselas, incapaz de ofrecer una solución para estos y para los que vendrán. Porque seguirán viniendo, claro que sí. Porque mientras sigan existiendo países subdesarrollados, muchas de las personas que les ha tocado nacer allí van a seguir intentando buscar la forma de vivir con dignidad. De subsistir.
Resulta paradójico que solo Ángela Merkel se haya pronunciado con cierta rotundidad instando al Parlamento Europeo a afrontar el incómodo asunto de la inmigración. El resto, o bien miran para otro lado como hace Macron —supuesto adalid de la Europa solidaria—, o se muestran dubitativos como Sánchez, o, peor aún, se niegan a afrontar el problema porque, básicamente, no es su problema. Caso aparte es el de Salvini, quien, jocoso él, se atreve a descojonarse públicamente del tema sugiriendo que desembarquen a los inmigrantes a Ibiza o a Formentera para que se diviertan.
Que el diablo te confunda, malnacido.
En 1550 tuvo lugar en el Colegio San Gregorio un debate que pasaría a la historia con el nombre de «La Controversia de Valladolid». Discutían los legos de la época sobre cómo había que tratar a los naturales de las indias: bien como seres humanos con los mismos derechos que los conquistadores, como defendía Bartolomé de las Casas; o como personas de segundo orden, postulado que lideraba Ginés de Sepúlveda. Tras muchos meses de discusiones, litigios, polémicas y deliberaciones, el debate se cerró sin alcanzar resolución alguna. Han transcurrido cinco siglos y, en ocasiones como la que estamos viviendo estos días, no puedo evitar pensar que muy poco se ha avanzado en el controvertido y condenado asunto.
Porque… ¿qué puede haber más controvertido que discernir si las personas, independientemente de su origen, tienen el mismo condenado derecho a vivir con dignidad?