Cuando las emociones se convierten en vara de medir y dejan de tener cabida los razonamientos objetivos y las objeciones razonables, cualquier opinión sobre si gusta o deja de gustar una adaptación audiovisual de una novela es válida. La mía, en concreto, es que Patria es una serie más que recomendable como más que recomendable era el libro.
Leí Patria en su día, cuando tocaba, un poco antes de que alcanzara las cifras estratosféricas de venta que ha alcanzado, algo después de escuchar a más de uno que tenía que leerla. El asunto me interesaba más bien poco porque soy de los que opinan que cuando te metes en un jardín no puede quedar una flor sin arrancar —entiéndase el símil— y sabía de antemano que Aramburu apenas se había llevado un par de rosas y unos cuántos claveles. Sin embargo, me gustó mucho y me sorprendió aún más el «cómo» que el «qué». El estilo era cuando menos extraño. La polifonía de voces en la narración me resultó al principio caótica, una falta de ortodoxia casi herética, que en un abracadabra se convertía en un acierto incuestionable al alcance de muy pocos. En una segunda lectura —parcial, eso sí— me percaté de que el éxito de la fórmula residía en el espacio que Aramburu había logrado generar entre la asepsia periodística cuando usa la tercera persona y la descarnada sinceridad de la primera, espacio que sin duda había previsto que ocupara el lector con todos sus juicios de valor y prejuicios sobre el asunto vasco.
Brillante.
Mi problema con la novela lo tenía en determinados personajes que por no tener un papel protagónico quedaban algo desdibujados y eso hizo que fuera perdiendo interés de forma progresiva por ellos hasta incluso llegar a incomodarme. En este punto hay que tener muy presente que Patria no es un historia sobre ETA y sus implicaciones sociales, es una historia que se cimenta en el sufrimiento tratado desde distintas ópticas, y son estas, las de los personajes, las que importan. Es en esta parcela —tratamiento de personajes—, donde la trama de la serie de HBO dirigida por Aitor Gabilondo arraiga con más fuerza que en la novela. Y que nadie piense que el equipo de guionistas no lo tenía fácil. Para nada. Por propia experiencia sé que adaptar es más complicado que crear, y ser fiel a la estructura narrativa tejida por Aramburu era tan complejo como meter un penalti en el Bernabéu. Desde fuera parece imposible fallar, pero cuando hay que golpear el balón y con un portero delante la cosa cambia. Vaya si cambia. El acierto pleno en el casting posibilitó que los personajes de Bittori y Miren llenaran la pantalla como lo hacían los de Aramburu en el papel, pero los que para mí marcan las diferencia son los demás: Txato, Arantxa, Joxe Mari, Joxian, Nerea, Xabier y Gorka completan un reparto íntegramente vasco, íntegramente talentoso. De entre todos ellos destaco a Ane Gabarain, actriz de registro preferentemente cómico que logra ser odiada hasta más no poder en una interpretación que bajo mi punto de vista es magistral, como magistral es el trabajo de la gente de vestuario, maquillaje, peluquería, etc.
En el otro lado de la balanza echo de menos —como en la novela— más riesgo a la hora de tratar determinados asuntos; echo de más tanta equidistancia innecesaria y me habría gustado que el euskera tuviera mucho más presencia para conectar la ficción con la realidad.
Solo resta felicitar a todos los implicados en el proceso, empezando por supuesto por el autor de la novela, deseando que en nuestro país se tomara buen ejemplo del guiso audiovisual que se puede preparar contando con buenos ingredientes siempre y cuando se respete su sabor original.
Artículo publicado en El Norte de Castilla el 11 de diciembre de 2020